lunes, 18 de abril de 2011

Lección divina por Katiu Alfaro


Hace algunos años en un pequeño pueblo, vivían tres hermanos, cada uno muy diferente del otro. Luis, el mayor de ellos, era muy ambicioso pero no le gustaba trabajar, sino más bien obtener dinero fácil y gastarlo de la misma manera; Horacio, menor que Luis por 2 años, era su perfecto aliado porque siempre hacía lo que le pedía, sin preguntar ni opinar. A diferencia de los dos primeros, José, el último hermano era tranquilo, trabajador, nunca faltaba a misa y siempre confiaba en sus hermanos.
Inesperadamente, un día las tierras dejaron de producir, el sol no quería salir más y del cielo no caía ni una gota de agua. El pueblo entró en crisis y los tres hermanos no eran la excepción, aunque de diferente manera a cada uno de ellos esa situación los puso en aprietos.
Un domingo, después de ir a misa, José se encontró en el camino una bolsa vieja llena de semillas muy extrañas, nunca antes había visto unas similares, pero a pesar de eso decidió llevárselas y sembrarlas. Dicho trabajo fue un poco complicado, ya que la tierra cada día estaba más seca; pero ni esta situación impidió que sembrara las extravagantes semillas.
A José le ilusionaba mucho que las semillas dieran fruto, así que sin pensarlo dos veces fue por su reserva de agua para regar su siembra. Aunque sus hermanos se burlaban de él, pues consideraban muy tonto, desperdiciar semejante cantidad de agua en tierra seca, José siguió cuidando su siembra sin mayor interés en la opinión de sus hermanos. Por lo que cada noche se iba a dormir con la seguridad de que al día siguiente sus preciadas semillas por fin darían fruto y cada mañana se levantaba ansioso e iba corriendo a ver el progreso de su siembra.
Después de algunas semanas, cuando ya se había terminado la reserva de agua, José vio sorprendido la enorme y hermosa enredadera que salía de la tierra, aunque fuese difícil de creer, era cierto. Emocionado y casi sin poder hablar, fue donde sus hermanos para contarles lo sucedido, pero a pesar de estar diciendo la verdad, ellos no le creyeron y le pidieron que se fuera para que sigan durmiendo.
A pesar de que sus hermanos no le creyeron, José seguía feliz, pues en las condiciones en las que estaba la tierra sería imposible que una siembra creciera tanto. Así que dejó de lado la opinión de sus hermanos y fue rápidamente a donde estaba su enredadera. Cuando llegó se quedó boquiabierto, no podía comprender cómo en tan sólo unos minutos la enredadera había crecido tanto que desaparecía entre las nubes.
Curioso, decidió subir en ella y ver en dónde terminaba. Entonces, subió y subió. Pasaron varias horas pero la enredadera no tenía fin. Luego de tanto subir, José estaba muy cansado, así que decidió recostarse un momento y sin querer se quedó dormido. Al despertar vio el rostro de un anciano que lo observaba muy de cerca. José se asustó y de un brinco se levantó, inmediatamente reaccionó y asustado le preguntó ¿En dónde estoy? Y usted ¿Quién es? ¡Respóndame!
Sonriendo, el anciano le dijo: “estas en el cielo y yo soy quien cuida la entrada a él, mi nombre es Pedro”
¿Pedro? – preguntó José.
Sí, Pedro, pero todos me dicen “San Pedro” ¿Nunca has oído de mí? – dijo el anciano.
La verdad, no – replicó José – Yo creía que en el cielo únicamente estaba Dios, pero parece que me equivoqué.
Y tú ¿Qué haces aquí? – le preguntó San Pedro.
No lo sé, yo sólo quería ver en dónde terminaba la enredadera – respondió José – Pero como parece que nunca terminará, ya no subiré más – Agregó – Es mejor que regrese antes de que anochezca.
¡Espera! – Gritó San Pedro – Dios sabía que vendrías, y me ha pedido que te entregue esta mesa.
¿Una mesa? – Preguntó José.
Sí – añadió San Pedro – Pero no es cualquier mesa. Cuando llegues a tu casa lo sabrás, sólo tienes que decir “mesita, mesita muéstrame la virtud que Dios te ha dado” y conocerás el verdadero valor de esta mesa.
Y así lo hizo, llegó a su casa, dejó la mesa en el piso y exclamó: “mesita, mesita muéstrame la virtud que Dios te ha dado” y de pronto apareció sobre la mesa todo tipo de comida, los manjares más exquisitos del mundo, todos ellos sobre una mesa. Era sorprendente y a la vez maravillosa, la manera en la que apareció todo aquello en sólo unos segundos.
José no podía creer lo que había sucedido, pero a pesar de ello estaba feliz, pues la situación del pueblo no era muy alentadora, no había cosechado nada en meses, ya no tenía agua y la poca comida que tenía se estaba terminando. José esperaba ansioso cada domingo, pero esta vez en especial pues quería agradecer a Dios por el grandioso regalo que le había dado.
Llegado el domingo, José se levantó muy temprano y con el temor de que alguien pudiera robarse su mesa, decidió encargársela a sus hermanos. Fue donde ellos y les dijo: “Hermanitos, he venido a encargarles mi mesita, yo me voy a la misa y no quiero que me la vayan a robar”.
¡Hay José! ¿Quién va a querer robarse una mesa tan vieja como esa? – preguntó Luis.
Es que no es cualquier mesa - dijo José – sólo te pido que la cuides mientras yo me voy a misa. Y no pues le vayas a decir “mesita, mesita muéstrame la virtud que Dios te ha dado”
Y ¿Por qué no le puedo decir eso? – Curioseó Luis.
No te lo puedo decir, pero prométeme que no lo harás – Dijo José.
Ya, ya, déjala ahí, pero en cuanto termine la misa vienes y te la llevas – dijo Luis.
Gracias hermanito, y no te preocupes que yo vengo tan pronto termine la misa – Agregó José, saliendo de la habitación.
Tan pronto José salió de la casa, Luis le pidió a Horacio que vigilara que no vuelva hasta que el examine la dichosa “mesita”, así pues recordó las palabras de su hermano y dijo: “mesita, mesita muéstrame la virtud que Dios te ha dado”, descubriendo por qué José la valoraba tanto. En ese instante, escondió la mesa y le ordenó a Horacio que fuese a conseguir una mesa idéntica a la de José.
Cuando José llegó, Luis le entregó una mesa común y corriente en lugar de la suya, y sin que José pueda notarlo, le dio las gracias a Luis por la molestia y se fue a su habitación. Llegado el medio día José tenía hambre, por lo que fue donde su mesa y dijo: “mesita, mesita muéstrame la virtud que Dios te ha dado” y la mesa no respondía, nuevamente lo intentó: “mesita, mesita muéstrame la virtud que Dios te ha dado” y no sucedía nada, así continuó intentando una y otra vez, hasta que molesto decidió subir por la enredadera y reclamarle a San Pedro por la falla de la mesita.
Cuando llegó al cielo San Pedro le preguntó qué había ocurrido, José le informó de la falla y le pidió que arreglara su mesita. San Pedro le dijo que no podía hacerlo, pero que en lugar de la mesita le daría un cordero. Al oír esto, José le explicó que el cordero sólo podría alimentarlo unos días pero que luego no tendría qué comer. San Pedro le dijo que el cordero no era para que lo mate y se lo coma sino que este arrojaría por su boca todo tipo de riquezas, y con esas riquezas él podría comprar todo lo que quisiera. Sólo diciéndole: “corderito, corderito muéstrame la virtud que Dios te ha dado”.
José volvió a su casa con el corderito, y a pesar de lo ocurrido anteriormente, hizo lo mismo cuando el domingo llegó. Fue donde sus hermanos y les pidió que cuidaran de él, recalcándoles que no deberían decirle: “corderito, corderito muéstrame la virtud que Dios te ha dado”. Como era de esperarse, Luis hizo un nuevo intercambio después de darse cuenta que aquel corderito arrojaba cualquier cantidad de tesoros, logrando que José se llevara, nuevamente, lo que no era suyo.
Cuando José necesitó dinero para comprar comida, acudió a su corderito, el cual no hacía nada más que ser un cordero como cualquier otro. Al notar el imperfecto en éste, José subió otra vez al cielo y le pidió a San Pedro que le cambiara el corderito por otro regalo que no se malograra tan rápido como los dos que ya le había dado.
San Pedro le dijo que no se preocupara y que aún le quedaba un último regalo para él, sacó tres varillas y se las dio, le dijo que para ver lo que hacían solo tenía que decir “varillitas, varillitas, muéstrenme la virtud que Dios les ha dado” y si quería que se detengan, debía decir “varillitas, varillitas, deténganse por la virtud que Dios les ha dado”
José, curioso por saber lo que las varillitas hacían, llegó a su casa y dijo: “varillitas, varillitas, muéstrenme la virtud que Dios les ha dado” y las tres varillas le empezaron a pegar como nadie antes lo había hecho. José desesperado y adolorido, gritó: “varillitas, varillitas, deténganse por la virtud que Dios les ha dado” y éstas se detuvieron. Pero él no podía entender por qué San Pedro le dio esas varillas, por qué quería que lo golpearan. Así que decidió subir y preguntárselo personalmente.
Al llegar, San Pedro le explicó por qué lo había hecho, le contó que Luis, con ayuda de Horacio, le había cambiado la mesita y el corderito que él le dio, por una mesa y un cordero comunes y corrientes. Le explicó que sólo quería darle una lección para que otra vez no diga más cosas de lo que debe. José entendió la postura de San Pedro, le agradeció y como último favor le pidió que le regale las tres varillitas. Favor que desde luego, San Pedro le cumplió.
Cuando llegó el domingo, José fue donde sus hermanos y les encargó las varillas, mientras él iba a misa, diciéndoles que no vayan a decir: “varillitas, varillitas, muéstrenme la virtud que Dios les ha dado”, pero no les dijo cómo pararlas. Así que cuando los hermanos pronunciaron estas palabras, las varillas empezaron a golpearlos.
Cuando José salió de misa, les dijo que haría que se detuvieran, sólo si ellos prometían que nunca volverían a mentir ni a aprovecharse de la gente. A Luis y Horacio, no les quedó más remedio que aceptar y cumplir su promesa, fue así que aprendieron una lección que no se les olvidará nunca. O por lo menos, no hasta que sus cicatrices se borren completamente.

FIN

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